A 3 años de la tragedia de los mineros atrapados en el Pinabete en Coahuila

Quince hombres bajaron el 3 de agosto de 2022 a un pozo de carbón en Coahuila. Solo cinco salieron vivos. El último cuerpo se recuperó este 14 de febrero.

Hay 15 hombres a 62 metros bajo tierra, pero eso es lo normal. Así pasa por aquí, la vida se deja en los pozos de carbón. Ese miércoles 3 de agosto de 2022, pasada la una de la tarde, las entrañas de Sabinas rugen. Lo primero que siente Héctor Javier Díaz Esquivel, El Mudo, es el ruido. Un estruendo seco. “Phhhh”, silba entre dientes. “Salió mucho aire con tierra”. A Fidencio Sillas esas bocanadas de viento gélido que escupen las galerías le extrañan. Ahí abajo el calor suele ser insoportable. Es más habitual sudar a chorros que pasar frío. ¿Se habrá reventado alguna de las mangueras de alta presión que, conectadas desde la superficie, hacen funcionar las pistolas neumáticas con las que arañan el carbón de la roca? No, no puede ser eso. Es demasiado aire, demasiado helado, cada vez más aire, cada vez más helado.

Después de un cuarto de siglo buscándose la vida bajo tierra, El Mudo no es un novato. Más de la mitad de sus 49 años, toda su vida laboral, la ha pasado en los pozos. No conoce otra cosa. Nunca ha salido de Coahuila, apenas se ha aventurado más allá de los cinco municipios de la región carbonífera, de los que se extrae el 99% del carbón que alimenta las calderas de México, centenares de pozos como aquel del Pinabete, estrechos e inseguros, muchas veces clandestinos, que agujerean el subsuelo y han hecho de las viudas llorando a las puertas de un derrumbe parte del paisaje, como los mezquites y el polvo. Por aquí lo llaman carbón rojo porque pide un peaje de sangre. Más de 3.000 mineros muertos en poco más de un siglo. Y ese miércoles la mina va a cobrarse 10 vidas más. Sus cuerpos se quedarán años en esas galerías. Los últimos huesos saldrán un San Valentín de 2025, 926 jornadas después. Dos años, seis meses y 11 días.

Pese a su veteranía, El Mudo no entiende qué está pasando. Tampoco Fidencio. Ni Raimundo Tijerina y su hermano Hugo. Suelen trabajar juntos, pero ese día les toca una pareja distinta. En los pozos siempre se faena de dos en dos. Se turnan: uno pica y otro carga el carbón en la carretilla. Es una medida de seguridad, para que nadie se quede solo en esas galerías que seccionan el subsuelo como hormigueros kilométricos, a decenas, a veces cientos de metros de profundidad, con poco oxígeno, gases nocivos y el riesgo omnipresente de un derrumbe, pero también porque es trabajo pesado, demasiado para un único hombre.

En la superficie, la boca del pozo escupe aire con polvo negro del carbón. “Era un caos. Al principio pensamos que el terreno venía derrumbándose”, recuerda Fidencio. Así que corren hacia la plancha, el lugar por donde el malacate, un precario ascensor, desciende a través de un tubo, en el que apenas cabe un hombre, los 62 metros que los separan de la superficie.

Hay 15 hombres a 62 metros bajo tierra, pero eso es lo normal. Así pasa por aquí, la vida se deja en los pozos de carbón. Ese miércoles 3 de agosto de 2022, pasada la una de la tarde, las entrañas de Sabinas rugen. Lo primero que siente Héctor Javier Díaz Esquivel, El Mudo, es el ruido. Un estruendo seco. “Phhhh”, silba entre dientes. “Salió mucho aire con tierra”. A Fidencio Sillas esas bocanadas de viento gélido que escupen las galerías le extrañan. Ahí abajo el calor suele ser insoportable. Es más habitual sudar a chorros que pasar frío. ¿Se habrá reventado alguna de las mangueras de alta presión que, conectadas desde la superficie, hacen funcionar las pistolas neumáticas con las que arañan el carbón de la roca? No, no puede ser eso. Es demasiado aire, demasiado helado, cada vez más aire, cada vez más helado.

Después de un cuarto de siglo buscándose la vida bajo tierra, El Mudo no es un novato. Más de la mitad de sus 49 años, toda su vida laboral, la ha pasado en los pozos. No conoce otra cosa. Nunca ha salido de Coahuila, apenas se ha aventurado más allá de los cinco municipios de la región carbonífera, de los que se extrae el 99% del carbón que alimenta las calderas de México, centenares de pozos como aquel del Pinabete, estrechos e inseguros, muchas veces clandestinos, que agujerean el subsuelo y han hecho de las viudas llorando a las puertas de un derrumbe parte del paisaje, como los mezquites y el polvo. Por aquí lo llaman carbón rojo porque pide un peaje de sangre. Más de 3.000 mineros muertos en poco más de un siglo. Y ese miércoles la mina va a cobrarse 10 vidas más. Sus cuerpos se quedarán años en esas galerías. Los últimos huesos saldrán un San Valentín de 2025, 926 jornadas después. Dos años, seis meses y 11 días.

Pese a su veteranía, El Mudo no entiende qué está pasando. Tampoco Fidencio. Ni Raimundo Tijerina y su hermano Hugo. Suelen trabajar juntos, pero ese día les toca una pareja distinta. En los pozos siempre se faena de dos en dos. Se turnan: uno pica y otro carga el carbón en la carretilla. Es una medida de seguridad, para que nadie se quede solo en esas galerías que seccionan el subsuelo como hormigueros kilométricos, a decenas, a veces cientos de metros de profundidad, con poco oxígeno, gases nocivos y el riesgo omnipresente de un derrumbe, pero también porque es trabajo pesado, demasiado para un único hombre.

En la superficie, la boca del pozo escupe aire con polvo negro del carbón. “Era un caos. Al principio pensamos que el terreno venía derrumbándose”, recuerda Fidencio. Así que corren hacia la plancha, el lugar por donde el malacate, un precario ascensor, desciende a través de un tubo, en el que apenas cabe un hombre, los 62 metros que los separan de la superficie.

En el túnel, a solo un metro del pozo, El Mudo y El Loco encuentran una burbuja de aire. Fidencio, un poco más atrás, no tiene tanta suerte. “Me tapó el agua y no me dejó respirar. Quedé fuera de esa burbuja. Me estiré, luché contra la corriente, topaba en el techo de la galería buscando oxígeno. Estaba oscuro. Intenté salir una vez, dos veces, y en eso tomé agua. A la tercera vez que salí ya tenía en mente: ‘Esta es la última oportunidad, si no agarro aire ahorita, hasta aquí’. Y en esa tercera vez salí a la burbuja de aire”.

En la burbuja la situación no es mucho mejor. En pocos segundos están sumergidos. Por los últimos cuatro centímetros que quedan entre el agua y el techo, solo pueden sacar la nariz. El resto de la mina está inundada por completo. La burbuja es algo excepcional, un oasis que la presión voraz del agua, en su ansia por inundar cada rincón, ha olvidado rellenar. Rezan, lloran. Fidencio solo puede pensar que no van a poder encontrarlos. El Mudo se acuerda de su familia. El Loco está en shock. Empiezan a hacer las paces con la vida y la muerte.

El Mudo se despide: “Ahí los veo en el otro mundo”. Su pierna está atrapada en un listón de madera bajo el agua. Logra zafarse. Y, en un acto que, en las miles de veces que ha vuelto a pensar en aquellos minutos que iban a ser los finales, solo ha podido explicarse como un milagro, palpa, sumergida, una de esas mangueras que ascienden por el pozo y conectan con la superficie. “Si voy a morir, moriré luchando”, grita. Y trepa manguera arriba. “Se me acaba el aire y pues tragaba agua y pensaba: ‘Hasta que se truenen mis pulmones’. Fue instinto de sobrevivir”.

Fidencio se quita todo lo que pueda molestarle: el cinturón, la faja, los tirantes de los que cuelgan las carretillas para aligerar el peso. Tiene miedo de engancharse con algo mientras sube a ciegas. Antes de seguir al Mudo, le dice al Loco que haga lo mismo. Y trepa: “Todo lo que daban los brazos para arriba. En el camino sentía que topaba con material del que el agua iba subiendo. Sentía golpes muy fuertes y de buena suerte que no me desmayé”. Cuando sale al pozo, ve que todavía quedan 30 metros hasta la superficie. Los compañeros de arriba tiran cuerdas y los sacan. El Mudo piensa: “Ya no la armó El Loco”.

A Raimundo Tijerina el torrente lo arrastra mina adentro. El agua entra en sus pulmones a su antojo. El pecho le arde. La corriente lo desnuda de las botas, el casco, la camiseta. Como ya no tiene fuerzas para hacer otra cosa más que pensar, Raimundo piensa: en su hermano Hugo, si “saldría o no saldría”, y en que ese día que él va a morir una de sus hijas cumple años. “Yo me despedí a mí mismo: ‘No, pues ya ni modo, hasta aquí llegué. Toda la vida trabajando en esto y aquí me voy a quedar’”. Y así, con la certeza de que su tiempo en la tierra se ha acabado, se duerme.

El agua es caprichosa con Raimundo. Lo remolca sin piedad. Y cuando se desmaya, decide escupirlo hacia la superficie. En su sueño, el minero siente aire. Respira. Abre los ojos. La corriente lo ha llevado hasta uno de los pozos. Ve la luz del día a 30 metros sobre él. Quiere gritar para pedir ayuda, pero no puede. Sus pulmones, como las galerías, están inundados. Piensa que no puede desmayarse otra vez. Alguien lo ve y tira una cuerda. “Me di varias vueltas y me amarré como pude”. Lo sacan.

Cinco se han salvado. Diez nunca saldrán con vida.

Los 10 mineros fallecidos en el Pinabete

 

José Rogelio Moreno Morales

José Rogelio Moreno Morales

22 años, hijo de José Rogelio Moreno Leija
Ramiro Torres Rodríguez

Ramiro Torres Rodríguez

24 años
Hugo Tijerina Amaya

Hugo Tijerina Amaya

29 años
Jorge Luis Martínez Valdez

Jorge Luis Martínez Valdez

34 años
Sergio Gabriel Cruz Gaitán

Sergio Gabriel Cruz Gaitán

41 años
José Rogelio Moreno Leija

José Rogelio Moreno Leija

42 años, padre de José Rogelio Moreno Morales
Mario Alberto Cabriales Uresti

Mario Alberto Cabriales Uresti

45 años
José Luis Mireles Argüijo

José Luis Mireles Argüijo

46 años
Margarito Rodríguez Palomares

Margarito Rodríguez Palomares

54 años
Jaime Montelongo Pére

Jaime Montelongo Pérez

61 años

“No puede ser que esté vivo. Yo me acuerdo de que me ahogué
Raimundo Tijerina cree que es un fantasma. La lógica le dice que debería estar muerto, así que él piensa que, en realidad, ha muerto ese miércoles de agosto. Cuando lo sacan a rastras del pozo no es capaz de moverse. “Como si no tuviera huesos”. Solo puede abrir y cerrar los ojos. “Los abría porque me ardían, los cerraba y me ardían más. Sentía basura adentro. Veía a toda la gente corriendo, pero no podía ni hablar. Me tenían que cargar. Me subieron a una troca”.

Antes de ir al hospital, pide ir a casa para avisar a su familia. Su hermano Hugo sigue en el pozo. La camioneta lo tira al pie del cerro donde vive. Renquea descalzo sobre el polvo, arrastra su esqueleto maltrecho, pero contra todo pronóstico, llega. En la residencia familiar lo esperan sus hijos, duchados y vestidos, para celebrar el cumpleaños. Cuando ven a su padre se echan a llorar: está descalzo, golpeado, sin camisa, la única prenda que lo cubre es un pantalón corto.

Llaman a la policía y a los bomberos, que dicen que no hay reporte de ningún accidente. Ha pasado una hora de la inundación y nadie ha avisado a emergencias. Hay madres, padres, hijos, hijas, esposas, hermanos, hermanas, esperando a los 10 mineros en casa. Ni siquiera tienen el dudoso privilegio de llorarlos. Nadie se ha dignado a avisarles.

Raimundo guía a la policía, que cree que el minero miente sobre el accidente, hasta el Pinabete. Él, que ha muerto y ha resucitado, que todavía no tiene claro que no sea un fantasma, vuelve al pozo antes de pasar por un hospital. Raimundo apenas puede mantenerse en pie, pero gracias a él comienza el rescate de sus compañeros. Cuando por fin, todavía en el Pinabete, lo suben a una ambulancia, se desmaya.

Desde el hospital, en un delirio febril, escucha a los médicos decirle a su hermana Juani que no entienden cómo sigue vivo. Tiene los pulmones inundados al 98%. Él está de acuerdo con el diagnóstico. Se repite: “No puede ser que esté vivo. Yo me acuerdo de que me ahogué, me acuerdo”. Cree que todo es un mal sueño. Se pellizca. Está internado una semana, enchufado a una bombona de oxígeno.

El Mudo y Fidencio llegan al hospital conducidos en automático por la pura adrenalina a través de una neblina mental extraña. Los ingresan, les sacan el agua de los pulmones y el estómago. El Mudo tiene un oído reventado, la sangre le corre por el cuello. A Fidencio se le han fracturado dos costillas: “Con la adrenalina en ese instante no sientes los golpes. Ya para el segundo día, cuando se enfrió todo, no me podía dar ni vuelta en la cama del hospital”. Aun así, necesitados de espacio, a los tres días les dan el alta. En El Pinabete comienza el rescate. La esperanza ciega de los primeros días da paso a la frustración. Los adjetivos se quedan cortos. Impotencia, rabia, dolor, miedo, ninguno sirve para describir las emociones que atraviesan a los familiares de los mineros.

Los dueños de la mina tienen un contrato de 75 millones de pesos con la Comisión Federal de Electricidad, la CFE. A pesar de que la investigación de la Fiscalía General de la República (FGR) considera que la explotación es ilegal, la CFE la había calificado de”segura” y acuerda la compra de todo su carbón entre 2020 y 2024. El 99% del mineral que compra sale de Coahuila, aunque la necesidad mundial de cambiar a energías renovables —el carbón es uno de los combustibles más contaminantes— ha ido cerrando pozos en los últimos años y obligando a la región a cuestionar su dependencia del mineral.

El agua nunca permite a los rescatistas acceder al pozo. La inundación procede de Las Conchas, una mina situada a apenas unos metros del Pinabete, que durante décadas de abandono ha acumulado en sus túneles billones de litros. Toda esa agua se abrió paso de una mina a la otra.

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